Después de casi treinta años, vuelvo a establecer contacto con uno de mis mejores amigos del colegio y, definitivamente, el más apreciado: Eduardo Salcedo.
Pese a que vivimos en un mundo hiperconectado, donde resulta relativamente fácil ubicar a alguien —así esté al otro lado del planeta—, estuvimos perdidos el uno del otro durante todo este tiempo. Hasta que, por cosas del destino, hace unas semanas me encontré casualmente, en el ascensor del edificio donde trabajo, con su hermano Guillermo, quien se encargó de intercambiarnos los teléfonos.
Creo que la última vez que vi a Eduardo fue en octubre de 1996, con ocasión de la reunión de Entrega de Sobres, dos días antes de mi matrimonio. Recuerdo que no pudo ir a la boda, pero lo que no tengo claro es si metió platica en el sobre. Semanas después se fue para Nueva York y perdimos contacto, aunque no descarto que haya habido un par de llamadas posteriores.
En el colegio siempre hay ese compañero al que uno, sin darse cuenta, quiere emular. En ese momento no lo sabía, pero hoy tengo claro que ese era Eduardo: buen estudiante —sin ser nerd—, deportista, chapuceaba el inglés mejor que el promedio de la clase y, encima, sabía manejar, lo cual en ese tiempo no era tan común para un adolescente. Alguna vez me recogió en un Simca que para ese entonces —hace cuarenta y pico de años— ya era una reliquia rodante. Le sonaba todo menos el pito.
Pienso que lo que nos unió fue reconocernos en el otro. Teníamos gustos similares y éramos bastante parecidos: competitivos y un poco engreídos; cómplices en ese humor sarcástico que tanto disfrutábamos; hinchas de Millonarios; apostadores empedernidos; amantes del Pop Ballad —cantábamos Please, Don’t Go, con el puño a modo de micrófono— y totalmente apasionados por el ajedrez.
Y fue precisamente el juego ciencia lo que hizo que estrecháramos nuestra amistad. Muchas veces salíamos del colegio a jugar toda la tarde y, hasta donde me alcanza la memoria, teníamos un nivel de juego parejo: unas veces ganaba yo y otras, perdía él. A menudo, en plena clase, jugábamos a la “ciega”: sin tablero, sin piezas, solo susurrando los movimientos con la nomenclatura que se usaba en ese tiempo. Cada uno iba llevando mentalmente el desarrollo del juego, imaginando la posición de las piezas. Después de varias jugadas, la partida se volvía insostenible y teníamos que abandonarla.
De todas formas, creo que la verdadera diversión estaba en los bolos. Nos encantaba ir al Bolívar Bolo Club, una bolera que ya no existe y que quedaba en la Avenida Caracas No. 25-06 —como olvidar la dirección. Como el Agustiniano quedaba en la carrera 4ª. con 11, al lado de la Biblioteca Luis Ángel Arango, nos íbamos caminando hasta el Bolívar sin problema. Era tal la fiebre por los bolos que a veces llegábamos antes de que abrieran. Los empleados de la bolera nos reconocían y me atrevería a jurar que nos ponían falla cuando no íbamos.
Nos fascinaba jugar “pierdipaga”, pero rara vez entre nosotros. Hacíamos equipo para retar a otros compañeros. Teníamos una estrategia infalible para que aceptaran competir: fingíamos, durante la línea de calentamiento, un juego muy por debajo del nivel real, con canales incluidas. En ocasiones, confiados en el buen promedio que habíamos alcanzado gracias a tanta práctica, competíamos “a la fija”. Dicho de otro modo, jugábamos sin el dinero suficiente para pagar la cuenta en caso de perder.
Hasta que, claro, pasó lo que tenía que pasar: perdimos contra todo pronóstico, no nos alcanzó para pagar la cuantiosa cuenta —unos 600 pesos, que en ese momento equivalían a una fortuna estudiantil— y tuvimos que acudir a la hermana de Eduardo, que trabajaba como optómetra en una óptica del centro, sobre la Calle 19. El cuento que le echó a Clara, para que nos prestara la plata, fue tan reforzado —una supuesta ruptura de un vidrio que había que pagar de inmediato— que ella, aun sospechando que era un carretazo, desembolsó sin preguntar demasiado. Supongo que lo hizo para premiar la imaginación de su hermano.
No me alcanzaría este espacio para contar las muchas anécdotas que tengo con mi amigo, pero hay una que todavía me parece divertida:
Ya habiendo terminado el colegio, quedamos de vernos un día, a las 2:00 p.m., para jugar bolos. El lugar elegido —obvio— fue el Bolívar Bolo Club. En esos tiempos prehistóricos sin celulares, si se presentaba un imprevisto que impidiera cumplir la cita, no había forma de avisar.
Desconfiando mutuamente de la puntualidad del otro, el día anterior cada uno dio su palabra de que acudiría sin falta, a la hora acordada. Y efectivamente, así fue: nos encontramos a las 2:00 p.m. en punto… pero en otro sitio. Fue la plazoleta de la Universidad del Rosario el lugar inesperado de encuentro. Cuando nos vimos, en medio de risas, el reclamo fue recíproco: ¿Por qué no estás en el Bolívar, como habíamos quedado?
Hoy Eduardo es médico en el Medical Center Hospital en Odessa, Texas, donde dirige el Departamento de Heridas y Medicina Hiperbárica. No sé qué es eso, pero suena a que debe tener un salario alto. La prueba es que tiene cuatro hijos.
Me alegró enormemente reencontrarme con mi viejo amigo. Espero verlo pronto en persona para darle un abrazo, como los que nos dábamos cuando teníamos dieciséis años, algo inusual entre jóvenes varones de la época. Pero así éramos.
Remate al Arco. Una vez invité a Eduardo a mi universidad a jugar tenis de mesa, deporte que él practicaba con destreza. Como yo entrenaba todos los días con mi amigo y mentor Pedro Rodríguez —campeón de la universidad durante varios años— había alcanzado un buen nivel que, dicho sea de paso, me llevó a integrar el equipo de la Tadeo para los juegos interuniversitarios.
Así las cosas, “atendí” muy bien al futuro doctor Salcedo. Le gané la gaseosa que apostamos. Aunque más que la Coca-Cola, lo que estuvo en juego fue el orgullo.

Excelente reseña de una gran amistad de esas que dejan siempre una huella en nuestra juventud. Jorge Luis Conrado mi gran amigo y compañero de numerosas anécdotas tal cual las traes colación en tu blog reflejo de esa gran memoria y jocosidad que siempre te han caracterizado, no sé si es coincidencia o algún tipo de karma que la vida nos vuelve a juntar o o tal vez es que quedaron algunas de nuestras apuestas pendientes. Después de leer todo lo que escribiste parecen que estos 45 años es como si el tiempo se hubiese detenidono.
ResponderBorrarRevivir nuestra amistad y haber compartido tantas memorias en nuestra conversación telefónica ha sido muy refrescante ,descubrir que después de tantos años seguimos siendo Cómplices de todos esos momentos divertidos que describes en detalle.
Brindo por nuestra amistad, por todas esas largas y eternas jornadas de ajedrez en mi casa, por todas esas veces que salimos victoriosos del Bolívar bolo Club (excepto Por la vez que tuvimos que recurrir a mi hermana por esos 600 pesitos ,que todavía no le he pagado),
Con afecto mi gran amigo espero que muy pronto nos podamos volver a ver para reírnos y Seguir disfrutando de todas estas nuestras memorias.
Un Fuerte Abrazo
[1:12 p. m., 2/11/2025] Pedro Rodríguez R.: Pedro Rodríguez. Que buen ejemplo de amistad y como dijiste en nuestra época era común uno tener su amigazo o pana y en mi caso propio, del Colegio tengo 2 amigos también con los que me rencontre antes de la pandemia y hemos recordado momentos inolvidables; recuerdo que en nuestro tiempo era muy común que a nosotros nos dieran "el diario" apenas para los gastos de la gaseosa y empanada. Nada que ver con la "mensualidad" que exigen ahora los jóvenes. Saludos
ResponderBorrarJorge Luis, felicitaciones. Bien jugado. Recordar es volver a vivir. Que buenos momentos y muy bien contados. Saludos.
ResponderBorrarGeorge qué lindo leer estas notas que nos hacen recordar a la vez a lis nuestros, esos amigos que se fueron quedando congelados en la vera del camino y un dia reconectamos y volvemos a ser como adolescentes. Por alguna rzaón, la vida indicó que no debíamos vivirla juntos sino en paralelo … por algo sera
ResponderBorrar