He procurado —y espero haberlo logrado— que mis hijas comprendan lo esencial que es aprender a tomar buenas decisiones y, sobre todo, a asumir con responsabilidad las consecuencias que se derivan de ellas. En la vida, pocas cosas son tan determinantes como la capacidad de decidir, y, sin embargo, paradójicamente, es un arte que nadie nos enseña formalmente. Lo vamos aprendiendo con el paso del tiempo, a medida que ganamos experiencia y al ritmo de la madurez que solo nos otorgan los años.
La vida no es una tabla de multiplicar, es la suma de nuestras decisiones. Algunas acertadas otras no, pero todas —incluso las que evitamos tomar— van adoquinando el camino que transitamos. El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que construimos con nuestras decisiones. Y es claro que no siempre decidimos bien, pero cada mala decisión debe ser una escuela para entender lo que no supimos ver. Tampoco se trata de caer en el síndrome del “análisis parálisis”, ese laberinto mental en el que todo se cuestiona, todo se analiza infinitamente sin que se llegue a resolver nada, paralizando nuestro presente, como si estuviéramos en una bicicleta estática, pedaleando y pedaleando sin avanzar. Pensar y repensar sin decidirse es como viajar por una autopista alemana —que no tiene límite de velocidad— con el freno de mano puesto. Tomar decisiones es superar el miedo a fracasar o arrepentirse.
Elegimos constantemente. Algunas elecciones las realizamos en piloto automático —qué vestir, qué cenar, qué ruta tomar— movidos por rutinas que rara vez cuestionamos. Pero otras requieren una pausa, una introspección seria: qué carrera estudiar, con quién compartir la vida, si voy a tener hijos, si debo dejar una relación que ya no me hace feliz, si renuncio a un empleo con el que no me siento a gusto o si me conviene irme del país en busca de oportunidades, aunque eso implique empezar de cero. Aunque la decisión sea difícil, tener la capacidad de decidir es algo muy poderoso y trascendental porque nos puede cambiar —para bien o para mal— el rumbo de nuestra vida.
Decidir es, a menudo, elegir entre lo correcto y lo conveniente, entre lo que dicta el corazón y lo que exige la razón. Personalmente, he pasado por ese dilema muchas veces. En ocasiones me he preguntado si tomé la decisión correcta o si hubiese sido mejor elegir otro camino. También me he cuestionado si mis decisiones han sido coherentes con lo que pienso y digo, si he sido fiel a mis principios o simplemente no he hecho nada ante el temor de equivocarme. Porque es más fácil quedarse en la contemplación y el análisis que arriesgarse o salir de la zona de confort.
He escuchado a personajes públicos afirmar que si pudieran devolver el tiempo harían lo mismo que han hecho hasta el momento, lo que equivale a tomar las mismas decisiones. Lo dicen como si cada paso de su vida hubiera sido una obra maestra de sabiduría. Me da la impresión de que nos quieren vender la idea de que han vivido una vida perfecta que merece ser repetida y aplaudida. Francamente, me cuesta creerles y pienso que, en la generalidad, es probable que se arrepientan de algunas decisiones del pasado, porque, a la luz del tiempo y la experiencia, no fueron acertadas. Si yo tuviera esa oportunidad, desde luego que cambiaría algunas de las decisiones que he tomado en mi vida, las cuales hoy, con el retrovisor puesto, considero que no fueron las mejores. Y no creo que haya algo de malo en reconocerlo, ¿acaso no es ese el verdadero aprendizaje?
La vida es de equivocaciones. Es un juego de ensayo y error. Tomar una mala decisión no es el final del camino, es parte de él. No somos nuestras malas decisiones, somos lo que hacemos con ellas. Lo importante no es que siempre se decida bien —eso sería imposible—, sino tener el coraje de aceptar los errores, aprender de ellos y seguir adelante, ojalá con más aciertos que tropiezos. En últimas, lo crucial es lo que hacemos para mitigar el riesgo de una nueva mala decisión y en ese sentido, se debe tratar de tomar decisiones razonables, producto del discernimiento y la reflexión. No desconozco, tampoco, que una intuición tomada en serio puede ser el punto de inflexión en nuestra vida.
Decidir es vivir. Y vivir es, inevitablemente, arriesgarse. Por eso, creo que la mejor herencia que podemos dejarles a nuestros hijos es enseñarles a tomar decisiones con conciencia, valor y responsabilidad. Aunque no les enseñemos formalmente a decidir, sí podemos darles las herramientas para hacerlo de la mejor manera posible. Y lo fundamental, podemos animarlos a que tomen a diario, la decisión más importante de sus vidas: la de ser felices.
Remate al Arco. “Aquel que lo piensa mucho antes de dar un paso, se pasará toda su vida en un solo pie”. Proverbio chino.

Cómo en el tema de Rubén Blades, todo cuesta, vengan y hagan sus apuestas, o al final como en el tema de las Cuarenta, que hizo famoso Rolando La Serie, con el pucho de la vida... aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo... además corres el riesgo que te bauticen gil. Y con las cosas de Dios y su palabra del día de hoy, guardar coherencia, difícil pues entrar por la puerta estrecha no es fácil. WPN
ResponderBorrarBuen escrito. Mensaje para reflexionar
ResponderBorrarMuy buen escrito Jorge y así es, el tomar decisiones es algo que debemos hacer a diario en todas las circunstancias y ocasiones que se nos presentan en la vida, y como lo dijiste, todos nos hemos equivocado por lo menos unas 20 veces y seguiremos equivocandonos porque eso es parte de nuestra vida. Lo esencial es aprender de las decisiones que tomemos así sean buenas o malas, de ambas hay que aprender y seguir adelante. Saludos
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