Hace casi 40 años, escribí —en una maquina Remington portátil— un artículo, con tinte de humor, sobre la inseguridad que reinaba en el país en esa época. Eran los convulsionados años 80 en los que nos sentíamos sofocados por la criminalidad. Tan solo salir a la esquina era una actividad de alto riesgo. Igual que ahora.
Releyendo dicho artículo, que titulé igual que esta entrada, advertí que, lamentablemente, cuatro décadas después, mantiene su vigencia. Por ello, lo transcribo seguidamente. Aunque pensé en hacerle algunos cambios y mejorar su redacción, decidí dejarlo fiel al original.
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Para nadie es un secreto que la inseguridad que está viviendo el país ha tomado proporciones aplastantes. Todos hemos sentido, en una u otra forma, este flagelo que se pasea amenazante por las calles de nuestras ciudades. Vivimos en continua zozobra, en permanente angustia, víctimas —en potencia próxima— de un homicidio, un secuestro, un atraco o un asalto a nuestras casas.
Hasta hace algún tiempo, lo normal en Colombia era el culto a la vida y lo extraordinario los asesinatos. En la actualidad, en cambio, lo común y corriente es morir a manos de los hampones a cuchillo limpio o vía metralleta, que es la forma de muerte más segura en estos tiempos. ¡Quien esté libre sicario que arroje la primera piedra!
Naturalmente, era de esperarse que las dos ciudades más importantes del país acabarían por convertirse en las tristes sedes de los grandes acontecimientos delictivos. Así, lastimosamente, todo parece indicar que Bogotá y Medellín compiten por el título de “Ciudad Peligro”. Y para ser sinceros, los antioqueños, en los últimos días, han tomado la delantera. Los jueces y magistrados de Medellín han adquirido traza de cadáveres insepultos. Cuentan que cuando el presidente de la Corte Suprema de Justicia se reúne con ellos, empieza su alocución diciendo: “Mis queridos sobrevivientes”. Sin embargo, estos administradores de la justicia siguen denodadamente cumpliendo con su labor sin temer a las amenazas, acostumbrados ya a dar siempre como despedida no un simple “hasta luego”, si no un “hasta luego o hasta nunca”.
Pero no sólo la vida e integridad de las personas están expuestas en la Capital de la Montaña. La cantidad de robos y hurtos es escalofriante. A tal grado ha llegado el peligro en esa ciudad que en el barrio Zamora, por ejemplo, ya no sale la luna por miedo a que la atraquen.
Bogotá, por su parte, no se queda atrás. Son tanto los atracos que suceden en esta ciudad que ya los niños nacen de dos en dos porque les da temor salir solos. Todo aquí es susceptible de ser robado… ¡y se lo roban! Se roban un policía y vuelven por el relevo, se roban un hueco, una idea, la virginidad de una niña y hasta la fragancia de un perfume. Quien se suba a un bus urbano, con excepción del chofer, sale “limpio”. Un amigo tuvo el desacato de subirse a uno y le esculcaron hasta la conciencia. Quien quiera bostezar tiene que hacerlo contra la pared para que no le roben las incrustaciones de plata de la dentadura y si el paciente tiene algún diente de oro, indefectiblemente debe andar con guardaespaldas y dormir en una caja fuerte.
En el sector de San Victorino los ladrones han pasado de esa categoría de delincuentes a la de magos y prestidigitadores. Son capaces de robarle a uno las medias sin quitarle los zapatos o de cambiarle la caja de dientes por una caja de fósforos, sin que uno note que le están “trabajando” la boca. Definitivamente son unos verdaderos magos.
La semana pasada me robaron el cuarto reloj que había comprado en los dos últimos meses. Y eso que para ocultarlo de los raponeros me lo subí más arriba del codo. Por lo visto, nos va a tocar pedirle a los suizos que nos fabriquen relojes en forma de supositorio para ver si así los podemos tener en lugar seguro. Al menos, a los amigos del raponazo les va a costar más trabajo apoderarse de ellos.
Confiemos que ahora con los CAI (Comandos de Acción Inmediata) que se han implantado en Bogotá, las cosas mejoren porque realmente es aterrador la cantidad de delincuentes que andan sueltos y no precisamente porque se han tomado un laxante, si no porque a las cárceles ya no les cabe un tinto.
Aunque mirando el asunto desde otro punto de vista, ¿qué tal un mundo sin secuestradores, sin estafadores y sin ladrones? ¿Qué sería, entonces, de esas bellezas de abogados que se encargan de defenderlos? ¿Se morirían de aburrimiento los policías? ¿Quebrarían las emprendedoras fábricas de pistolas, puñales y ganzúas?
De todas formas, cualquier cosa que sobrevenga como respuesta al cese de la criminalidad y de la delincuencia, bienvenida sea. Ya es suficiente señores malhechores. Dennos un respiro que la intranquilidad en que vivimos nos está asfixiando. Tómense unas vacaciones, por ejemplo, en Venezuela. Y recuerden que todos los malos acaban mal, excepto los que acaban bien.
Dice el refrán del poeta y filósofo español Jorge Ruíz " Quién olvida la historia, está condenado a repetirla", ese ha sido nuestro triste trasegar como república en los últimos 60 años, Gobiernos Pusilánimes y blandos con la criminalidad, que no hacen que se cumpla el imperio de la ley. Desde hace un tiempo, se han hecho leyes para darle garantías al delincuente y victimario, en contra de la protección de las víctimas, es mas, hoy en día, los victimarios y autores de delitos contra la humanidad, son quienes ahora legislan y dan catedra de moralidad desde el Congreso. Un abrazo!
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